viernes, 5 de noviembre de 2010

Yo, la distraida.

¡Hey, escuincla, se te cayó la cabeza!
Nunca faltó el maldoso que gritara esto al verme brincotear entre los charcos de la calle. Yo siempre me agachaba a buscarla , siempre caía en la trampa de revisar lodazales, mientras los demás niños se burlaban de mi aturdimiento. Creo que desde esa edad comencé a ser olvidadiza y a perder cosas sin darme cuenta.

A los 11 años olvidé de pronto que mi madre se había muerto y la buscaba a gritos entre los tendederos cargados de trapos pardos, en las azoteas desiertas, pidiéndole que ya no se escondiera, porque el juego de no verla me daba mucho miedo. ¡Cuántas veces acabé llorando sobre el pecho de alguna vecina compasiva, sorbiéndome los mocos junto con un té de tila!

A los 12 años otra vez me distraje y dejé la virginidad en un hotel;  yo estaba acurrucada junto a un zaguán, oyendo los gruñidos de mis tripas, cuando un  señor me tocó el hombro para decir casi en mi oreja: "ven conmigo chiquita, se te va quitar el frío".
Lo seguí con la boca echa agua sólo de pensar en un jarro de café caliente y tantitos frijoles de la olla.
Esa noche aprendí que la virginidad es solamente un rastro de sangre, gotas llenas de susto que gritan su muerte entre sábanas percudidas.  Desde esa vez, ya no sufrí por la comida: raterillos, obreros, borrachos sabían dónde encontrarme cuando se les alzaban las ganas.
Conmigo, las caricias buscaban siempre lugares oscuros, el "amor" prefería los cuartos de algún hotelucho para desbocarse, afanándose sobre mi cuerpo hasta dejarlo vencido y sudoroso.  Me llené de besos con olor a pulque y aguardiente.

A los 29 años conocí a un hombre de mirada tierna, limpia, para reflejarme en ella y así como soy de atolondrada, dejé que me crecieran como hierbas, las ansías de tener una familia, las ganas de esperar a un hombre con la comida recién hecha y la casa barrida, los deseos de desvelarme por dos, tres, hartos chamaquitos iguales a nosotros.
Él no pudo quererme... se quedó mirando mi pasado...
Arranqué mis hierbas a jalones, a lamentos y cambié los vestidos cortos por la mesa de dulces.

Hoy, a los 35 años, así como soy de distraída, dejé olvidadas -quién sabe dónde- las ganas de vivir.
A lo mejor se quedaron junto a la iglesia hechas bola, en el lugar donde vendo mis dulces. Puede que volaran hacia el campanario para confundirse con las palomas del atrio.
De regreso no venían conmigo; por más que hago memoria, no recuerdo sus pasos tras los míos.
Se me adelantaron, pensé, y llegué a buscarlas en el ropero, entre los vestidos entallados y rabones con los que salía a buscar dinero y compañía, entre las chambritas del hijo que ya no quiso vivir y se me fue secando en medio de los brazos.
Era un chamaquito que lloraba quedo, como si hasta eso le costara trabajo.  Yo me lo acercaba a los pechos para que bebiera fuerzas disueltas en mi jugo tibio. Vomitó la leche y los remedios hasta quedarse tieso, con la boca abierta.
Casi me olvido de llevarlo al panteón, de no ser por las vecinas que me obligaron a mirar que la criatura ya llevaba dos noches de estar fría.  Lo enterré junto con unas fotos de cuando yo era niña: mi madre y yo abrazadas, inmóviles, sonriéndole a un destino prieto.

Mis ganas de vivir no han regresado... yo ya las di por perdidas, por eso les cerré la puerta.
Se me antoja estar sola, encogida en la cama, esperando  a que acabe de salir toda la sangre de mis venas rotas y a que Dios... o el Diablo, se acuerden de llevarme.